21 de marzo de 2011

PUEBLOS TERROSOS, VIDAS DERROTADAS

 VIVIR EN UNA ALDEA, o verse obligado a acudir a ella por alguna necesidad premiosa, cuando se habita, como yo ahora, en pleno campo agreste, donde se carece de todo, es para conocer la vida nacional en su intimidad… mal que bien, las ciudades y aun algunas capitales de provincia, ofrecen facilidades para la vida y hasta se puede disfrutar de algunos momentos de cordial comprensión de espíritu con algún raro hombre: vivir en estos pueblos terrosos, sin más forzada convivencia que estas vidas derrotadas de la aldea indio-mestiza, es para experimentar todo lo áspero, hirsuto, incomprensivo, huraño y hostil que tiene el alma del aldeano, expresión de la tierra mísera, del terrazgo duro, de la serranía hosca, de la montaña abrupta, de todo lo inculto, solitario y zahareño que conservan estas peñerías en cuyas faldas se agarran los caseríos del villorrio o el burgo que desafiando los accidentes de la topografía, se agazapa en el fondo de las quebradas.


El hombre de la ciudad ―si es culto, abierto de espíritu, comunitario y sociable, ― de lo primero que sufre en la aldea, es de la falta de convivencia social. Por lo pronto, alternar con los indios, aunque mal que bien se conozca el idioma, es difícil, y la intercomunicación casi imposible, por la abismática distancia de cultura y sensibilidad. Los indios viven en un orbe distinto, con preocupaciones tan ajenas a la cordialidad espiritual, que el departir obligado es un sacrificio para ambos, un sufrimiento antes que un placer: el indio se esforzará en vano para ponerse a la altura del citadino; éste hará esfuerzos inútiles para rebajarse al nivel del indio, hombre ya puramente elemental, fellah.
Cuanto al habitante de la aldea, lo primero que choca en él es su horror a la comunicación con  “el forastero”, el extraño. Y es que, en esencia, no es que el aldeano es huraño sólo con “el forastero”: lo patético es su carencia de sentido social, su hirsuto individualismo, siempre a “la defensiva” y, en suma, su falta de humanidad, su inhumanismo.
Podría narrar, al respecto, casos que espantan. Como a unos cien metros, apenas, de mi actual morada, hay un caserón patriarcal. La familia que lo habita se componía del padre, tres hijos varones y tres mujeres. Murió el padre; los varones emigraron en pos de trabajo a las minas del Chorolque y Chocaya; las tres hermanas quedaron en el caserón. Pronto, incapaces de convivir en hogareña fraternidad, velando juntas por la heredad paterna, surgieron las enconadas disputas por las casa y por pequeñas parcelas de sembradío que les correspondió en el deslinde hereditario. Empero, esto no es lo malo: la mayor de las tres hermanas comenzó a sufrir de parálisis desde su adolescencia. Ella ha ido en progreso. Actualmente está completamente baldada de las extremidades inferiores: no puede moverse de su lecho. Pues las hermanas menores, después de que se dividieron el caserón, hicieron poner una puerta de calle ― que en este caso lo propio sería decir “puerta de campo” ― distinta a cada parte. Ahora no la visitan “a la tullida” ― así la  designan ― sino cuando a ello les impulsa el interés. La hermana menor, especie de Harpagón con faldas, de un extensivo e intensivo sentido económico, poco menos que nunca va donde la hermana baldada. Se explica: no necesita de ella. La otra, que es “una divertida”, lo hace sólo por saquearla, sin el menor escrúpulo, lo poco que ya a la paralítica le resta de su patrimonio.
La hermana mayor está hoy al borde de la miseria, naturalmente. Nadie ha tenido jamás un gesto de piedad con ella. No quiero referirme a pormenores que por la infamia que revelan, ofenden la dignidad humana.
Una prima mía, se largó en luciferinas vociferaciones, en mi contra, porque se rompió una taza de café, que por casualidad me invitó una mañana en que yo ― esto pasó en la capital de la provincia ― no pude conseguir un vaso de agua, porque allí, el agua, es un artículo de lujo. Este dato para su “Itinerario Espiritual de Bolivia”, querido  y nobilísimo José Eduardo…
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Se ha ideologizado mucho acerca del indio. Lo que hoy a decir, a buen seguro, no es una novedad. El indio, por muy trabajosa que sea su vida, vive, en cambio, de acuerdo con lo que en terminología spengleriana diríamos “su paisaje”. Es un fruto de la tierra. Ella es su madre, “la madre tierra”, la “Pachamama”. Telúrica y étnicamente es un adaptado al medio, aunque ese medio es tan desolado y huraño, tan avaro con el hombre, como es el altiplano. Precisamente por eso el indio vive más ligado a la tierra dura, porque como con tan certera penetración ya dijo Romain Rolland en “Juan Cristóbal”: “No son los países más hermosos, ni aquellos en que la vida es más agradable los que adquieren mayor imperio sobre el corazón, sino aquellos en que la tierra es mas desnuda, se halla más cerca del hombre y le habla en un lenguaje íntimo y familiar.”
En cambio, los que poco o nada tenemos de indio, los que por nuestra malaventura somos un retoño enteco y  reseco del viejo tronco hispano que está agonizando en América, esos, resultamos ajenos al paisaje y vivimos con un alma sin tierra donde adherirnos, con anhelos de otro clima de la cultura; cargamos en el espíritu todo el quebranto de nuestra desventura étnica y, fatalmente, nos sentimos con algo malogrado: hemos nacido condenados al fracaso. No nos queda otra cosa que la resignación inerte ante la vida derrotada.
De esta clase de “vidas derrotadas” hemos encontrado algunos arquetipos en la aldea terrosa. ¡Qué emoción tan amarga me sobrecogió ― hace ya años de esto ― cuando al visitar la aldea de Chocloca, encontré ahí, perdida en medio de la  rústica pardura de la indiada y la chillería polícroma de la cholada en fiesta, a una joven de marfileña fisonomía y grácil talle, vestida de blanco y con una expresión de infinita tristeza en las verdes pupilas. Su padre fue un rico hacendado de estas regiones, Don Juan Arraya. Muerto él, la madre perdió casa y hacienda en manos de los rábulas del burgo mestizo. Pronto cayó en la miseria. Rosalía ― así se llamaba la muchacha exótica en la aldea parda ― sostenía en si digna pobreza a la madre, con la costura y enseñando a leer a algunos rapaces del villorrio. Me cuentan ahora que Rosalía, no pudiendo sobrevivir a la muerte de su madre, falleció también poco después. Feliz ella que murió a tiempo.
Hay otra, que viéndose obligada a vivir en compañía de la manceba de su hermano, una chola gruesa y grasienta, vendedora de chica y cañazo, se ha enloquecido. Y hay el caso de la señorita de fina estirpe castiza que ha concluido por ser “querida” de un cholote que, a cambio del dinero que él gasta en copas, ― dinero de la mujer ― le suministra cada paliza, con rebenque trenzado, como acostumbra hacer con los caballos cuando quiere dárselas de domador de bestias bravas. Ella se ha sometido a ponerse “pollera”, a “cholificarse”. Lo conmovedor, en provincias, no es el caso del “caballero”, del “decente”,  que se “enchola”. Eso es pan de cada día. Lo doloroso es el caso de la señorita de abolengo que se “cholifica”. Para ellas la pateadura, el látigo e ir a quejarse al demonio.
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Hay ocasiones en que a uno le persigue la obsesión de la tierra. No de la buena tierra llovida, con olor a mujer enamorada, o de la tierra de labor, con sabor de fecundidad propicia a la sementera, sino de lo “terroso”, del poblacho todo con casas de adobe, con techumbre de “torta” y el piso polvoriento y de la tierra que el viento comienza por llenar los muebles, el techo, el vestido, el agua de beber y que hace lagrimear los ojos y se impregna en los dientes y concluye por entrarse en el espíritu.
La aldea es terrosa y esa terrosidad que se respira por todas partes, ha terrificado también las almas y los corazones.
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A la margen izquierda de un río de mísero caudal, un arroyo apenas, sobre la falda de una lomería cenicienta, de ralo monte de churqui, se sienta el pueblo de Chocloca. La entrada al villorrio hay que hacerla forzosamente por una especie de zaguán angosto y empinado que sirve a los buenos ― o malos ― moradores, de muladar donde se amontona la basura que unos cerdos flacos van hozando con obstinada porfía.
Se desemboca en la plazoleta del lugar un cuadrilátero irregular con un seco molle en el centro. En la vereda norte, la iglesia, con el enjalbe lavado por las lluvias y la techumbre derrumbada en el ala derecha. Sepulcral silencio en el contorno. Todas las puertas de las calle y de tiendas, cerradas.
El caminante va luego por una larga callejuela abrumada de sol y soledad. Algún raro vecino, al escuchar el inusitado tropel de un caballo, asoma curioso, su faz a la puerta de un tenducho. Luego, al punto, vuelve esquivo, a ingresar en su morada.
La vida económica del campesino y aun del aldeano en estas regiones, corresponde al primer estadio de la Economía: trueque de productos con prescindencia de la moneda. Cambian maíz o papas por coca o singani. Con dinero, es muy difícil, si no imposible, conseguir del indio estos artículos de urgencia primordial: leche, huevos, legumbre: con coca, sí. Y, se explica: ¿qué va a hacer  del indio en su miserable (chujlla) extraviada en la serranía, con papel moneda?
Se ha ponderado mucho la sobriedad del indio. Si el indio es sobrio, lo es porque no tiene otro remedio que serlo. Cuando la suerte le brinda la ocasión propicia, el indio come y bebe más que Sancho en las bodas de Camacho.
Hoy he ido nuevamente a Chocloca, aldea indo-mestiza distante cinco kilómetros de la “chacra” donde vivo. Cuando entraba al pueblo por el mencionado zaguán, una anciana, alta, magra, con aspecto de gitana mendicante, después de observarme de reojo, con cara de poco amigos, se aleja hosca, arrebujada en un sordo rencor; un cerdo menesteroso va hozando, desesperado, en el montón del basural mal oliente que engalana el ingreso del villorrio. He desmontado en la plazoleta.
Una chola gorda, morena, vestida de negro, esté sentada, con aldeana quietud, en la puerta de su tenducho.
― Señora ― le he dicho con la más cordial de mis expresiones ― ¿Me podría vender pan?
― No hay, señor, ―me ha contestado con tono lastimero. ― Hace tiempo que ya no amasamos. Como la harina está ahora tan cara… Y si amasamos, como el pan se vende muy poco aquí, se endurece, perdemos la ganancia.
Se explica. Las tres o cuatro familias del burgo se lo fabrican en la casa. Para los indios, comprar pan, sería un lujo extraordinario. Eso es para  los “viracoches”. Ellos están bien con su “mote” y su “lagua”. ¿Para qué más?
En la acera oriental de la plazoleta percibo la greguería de unos chiquillos.
― ¿Ahí está la escuela? ― inquiero.
― Sí, ― me responde.
― ¿Y el maestro?
― Allí está saliendo.
Lo observo: es petizo, con una joroba respetable, de Cuasimodo, y sale rengueando difícilmente. Es cojo.
― ¿Y,  qué tal es? ― Vuelvo a interrogar.
― “Ay, el pobre!... Como ya no podía trabajar en la mina de mi compadre don Juan de Dios, felizmente el señor Corregidor se lo ha conseguido que sea maistro”.
― Ah! Qué bien!  Ahora tendrá de qué vivir…
― “Sí, vive fiándose de todo el mundo hasta que llegue su sueldo, cada tres o cuatro meses. Pero cuando recibe su sueldito,  el pobre anda emborrachándose hasta quedarse sin ni medio. Es un tramposo sin vergüenza: a mí no hay cuando me pague de tres varas de tocuyo que le fié para que su querida se haga una camisa, porque la pobre ya estaba andando derramando trapos, hecha una harapienta”.
Me despido de la buena señora que no tiene pan, sino solamente coca, llicta y “trago” de chancaca, que, por ahora, no los preciso.
Trepo, a la salida de la plazoleta, por un callejón angosto y tomo por la calle principal, qué es, también, la única del pueblo. Una calle sumergida en un cósmico silencio que se alarga serpenteando hasta desembocar en los sembradíos de maíz y de los alfalfares que subsiguen al villaje. A la derecha de la calleja no se columbra ninguna sensación de vida: todas son ruinas: casas caídas, derruidas unas, dejadas a medio construir, otras; las proyectadas puertas y ventanas, se han quedado sin dinteles. A la izquierda, las casuchas se van ascendiendo por la loma, se escalonan caprichosamente, al azar de la topografía quebradeña del cerro. Casas destartaladas también. Mas, observando la arquitectura de ellas, no se puede menos de pensar que en tiempos pasados el pueblo debió de haber sido más habitado, con moradas mejor construidas, de mejor vida. Hasta hay una casa de dos plantas, con un gran balcón saledizo que hoy, abandonado, amenaza desplomarse sobre el descuidado viandante.
Chocloca!... Quietud de tarde, soledad de aldea. Pueblo terroso, vidas derrotadas. Quien ha vivido tu quietud, tu abandono y tu miseria, ha sentido  la más honda emoción de patria, y puede decir: ¡Oh, buena y triste patria: te quiero por eso, porque eres pobre, triste y explotada. Me dueles en mi corazón como un aneurisma, porque ahora, en la aldea terrosa donde unas vidas derrotadas van arrastrando la penosa agonía de su desventura étnica, he compartido contigo, en la carne de mi alma, la carne amarga de tu intimo dolor!  
Carlos Medinaceli.
Viacha – Nor Chichas, -1937.

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